Desde niña supe que quería pintar. El arte atraviesa mi biografía y me conforma; es belleza, es espacio de encuentro, de comprensión, de ser y estar, de ofrecer y aceptar. Es mi mi pasión, es hogar.
Fue en 1986, en la Facultad de BBAA de Madrid, en Paisaje, cuando el profesor Carralero me dijo ”pinta como dibujas”. Con el tiempo comprendí que mis pinturas eran densas, y mis dibujos livianos. Dejé el óleo y trabajé con el agua: acrílicos y acuarelas.
Primero dibujo en papel y luego pinto. Los dibujos son organizaciones formales a través de la línea y con áreas que destacan para ordenar todo un mundo interior. No veo el color en ellos. Son formas que cuentan un momento, un sentir, un pensamiento. Las imágenes son biográficas; representaciones simbólicas que traslado a las tablas y, últimamente, en ocasiones a lienzos. Ahí aparece el color con la primera aguada que cubre todo lo dibujado en él.
Con los primeros pasos fui trazando un mapa.
En mis inicios fui a lo más primitivo del arte. De aquel tiempo quedan algunas características que no han cambiado a lo largo de los años: los objetos del revés, las texturas de las paredes/cuevas, y alguna que otra forma. De las pequeñas temperas sobre papel que hacía a mano en las primeras exposiciones individuales, han permanecido los márgenes irregulares y los límites de la obra sin marcos externos.
De Cezanne aprendí cómo percibir y plasmar el color. De Van Gogh el deseo de que la luz emanara del interior de la obra. De Klee el juego de líneas, texturas y colores junto al símbolo y la metafísica. De Matisse el sentido de que mis obras sean un lugar para el descanso; que sean una caricia sensorial y reflexiva, generadoras de historias íntimas; lugar artístico de cuidado. Del románico y de Giotto formas y narrativas.
El reconocimiento del territorio se inició en 1997 con el marchante y mentor Sam Benady y su “Sammer Gallery” y se profundizó a lo largo de los años como ilustradora, arteterapeuta, profesora y diseñadora de superficies.
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